Revista de Occidente dedica ensayo al tema del fin del libro

Un brillante ensayo donde hay una profunda reflexión sobre
el papel del google en el futuro del libro.

No hay réquiem
para el libro todavía
Irene Lozano
Revista de Occidente, Nro. 208, 2007




La gran biblioteca que Google planea edificar en la red ha embargado
de júbilo a Kevin Kelly, director de la revista de nuevas
tecnologías Wired, y ha sumido en el desconcierto y la melancolía
a John Updike, todo un escritor. ¿No es paradójico? Google
está escaneando una parte de los fondos de seis grandes bibliotecas:
las de las universidades de Harvard, Stanford, Oxford y Michigan,
así como la New York Public Library, proyecto al que se
ha sumado recientemente la Universidad Complutense de Madrid.
Aunque en el momento de escribir estas líneas se ha paralizado el
escaneo por nuevos problemas legales con las editoriales, es presumible
que, antes o después, esta gran biblioteca electrónica estará
disponible en la red para el acceso público.
Resulta, sencillamente, fascinante. Pero no conviene que, demudados
ante la magnificencia del proyecto, quedemos ciegos ante
sus inconvenientes o creamos a pies juntillas todas las bondades
que respecto a él se han escrito. En The New York Times Magazine,
[ 61 ]
Kelly lo ha equiparado al viejo sueño de la biblioteca universal de
Alejandría, concebida, según él, «para albergar todos los rollos de
papiro existentes en el mundo conocido». En realidad, el objetivo
de Ptolomeo II cuando ideó la que sería la biblioteca más grandiosa
del mundo antiguo no era almacenar papiros, sino sabiduría.
Tres siglos antes de Cristo parecía estar mucho más claro que hoy
que lo relevante de los libros no es su formato, sino su contenido.
El rey egipcio ordenó recopilar íntegramente la literatura griega,
en las mejores copias posibles, clasificar las obras y comentarlas.
La biblioteca, sumamente completa, también contenía traducciones
de obras literarias egipcias y babilonias. Se trataba, en suma,
de un proyecto de conocimiento, de erudición, para el cual se contrató
a sabios griegos a los que se ofreció un salario generoso y un
lugar en una academia radicada en el templo de las Musas, el Museion,
donde se albergaría la primera de las dos colecciones de la
célebre biblioteca. La segunda, adscrita al templo de Serapis, se llamaba
el Serapeion.
Uno de los sabios que trabajaron en aquel inmenso proyecto
fue el poeta Calímaco, y uno de sus cometidos fue confeccionar una
especie de índice de autores, sobre la base de los exhaustivos catálogos
de la biblioteca. Sven Dahl en su Historia del libro cuenta cómo,
a pesar de que la mayor parte de su trabajo se ha perdido, el
conservado «confirma las excelentes cualidades de bibliotecario del
viejo autor griego».
Saltan a la vista las diferencias entre la biblioteca de Alejandría
y el proyecto puesto en marcha por Google en «varias docenas de
edificios en todo el mundo, con trabajadores por horas doblados
sobre un escáner de mesa, que convierten libros polvorientos en
objetos de alta tecnología», en palabras de Kelly. También Ptolomeo
podría haber contratado esclavos letrados para que copiaran
rollos sin descanso. Le habría salido mucho más barato, pero el suyo
era un proyecto intelectual, mientras que el de Google es un tra-
[62]
bajo meramente técnico por una sencilla razón: todo el trabajo de
catalogación, clasificación o comentario de los volúmenes ya se lo
dan hecho las bibliotecas y las editoriales.
Sin esa labor previa, para la que resulta imprescindible el know
how de gentes como Calímaco, el proyecto de Google resultaría baldío,
pues en lugar de una biblioteca daría como resultado un marasmo
de páginas deslavazadas, tan caótico que, más que ayudar al
avance de la sabiduría, contribuiría al aturdimiento general. Los
buscadores como Google, que Kelly elogia entusiasmado, son de
gran ayuda cuando se quiere encontrar un título concreto de un
autor; pero en las bibliotecas también se hace la operación inversa:
consultar genéricamente un asunto para descubrir títulos desconocidos
que pueden aportarnos información relevante. Con frecuencia
un lector busca un libro, pero muy a menudo lo encuentra, le
sale al paso en los anaqueles: los motores de búsqueda de internet
son inútiles para este tipo de pesquisa incierta, necesaria y siempre
sorprendente.

La patraña de la «democratización»

El mayor elogio que Kevin Kelly reserva para la gran biblioteca
electrónica de Google es su presunto carácter democrático: «Al
contrario que las viejas bibliotecas, cuyo acceso estaba restringido
a la elite, ésta será realmente democrática, y ofrecerá todos los libros
a todo el mundo». O no ha pisado una biblioteca en su vida o
es una de esas personas que se contenta con etiquetar como «democrática
» la labor en que andan para blindarla contra cualquier
posibilidad de crítica. Hace mucho tiempo que, al menos en Europa
y Estados Unidos, las bibliotecas no son territorio de la elite.
Las hay restringidas a los investigadores, para facilitar su trabajo,
sin que por otro lado cueste mucho acreditarse como tal; las hay
[63]
adscritas a una facultad o una universidad determinada; las hay autonómicas,
municipales, de barrio, de las cajas de ahorros; existen
bibliobuses que recorren los pueblos pequeños dejando libros y
hasta en el Metro de Madrid, sin gran esfuerzo, se puede acceder
a un servicio de préstamo para el que las gentes hacen cola... Cualquier
persona interesada tiene ya a su disposición muchos más libros
de los que seguramente podría leer en toda su vida.
No hace falta ni dinero, ni tecnología, ni costosos aparatos o
programas informáticos que caducan cada seis meses para leer. Y
es una suerte que así sea, porque aun en un país desarrollado como
España, el 63 por 100 de la población mayor de catorce años
no usa internet, según un estudio de la Fundación BBVA de octubre
de 2005, pero no por ello está privada de la lectura.
En los países pobres es mucho peor, como todo. Allí faltan bibliotecas,
pero también se carece de acceso a internet, no porque
la tecnología no sea trasladable a esas zonas del mundo, sino porque
no hay dinero para financiarla. El proyecto de Google no acomete
ninguna acción al respecto, así que no ofrecerá «todos los libros
a todo el mundo», como promete Kelly, sino sólo a los conectados.
Pero hay algo aún más importante: aún quedan grandes estratos
de la población mundial sin alfabetizar, una cifra que oscila en
torno al 15 por 100 de media mundial, pero que en algunos países
alcanza proporciones escandalosas, como el 64 por 100 de Afganistán,
el 68 por 100 de Mauritania o el 33 por 100 de Nicaragua, según
el Libro de datos de la CIA (www.cia.gov/cia/publications/factbook/
fields/2103.html). Por tanto, parece más digno de cualquier
proceso que se denomine de «democratización» extender la alfabetización
a esos 800 millones de personas, para los que toda esta polémica
resulta superflua porque son incapaces de desentrañar los
misterios del libro impreso añorado por Updike. En un discurso a
los libreros pronunciado en la convención Book Expo de Washing-
[64]
ton, el novelista norteamericano aseguró que «los libros normalmente
tienen lomos», lo que implica conceder importancia primordial
al objeto, exactamente igual que el tecnófilo Kelly, pero en nostálgico.

La fascinación del tecnopaleto

¿Alguien cree que los analfabetos existentes hasta ahora lo eran
porque no se habían inventado los buscadores electrónicos o el escáner?
¿O será más bien por problemas políticos y sociales que
Google no va a solucionar? A Kelly le gustaría quizá que cada nueva
invención tecnológica nos revolucionara la vida, que equivaliera
«a poner el pie en la Luna», en sus propias palabras. La fascinación
del tecnopaleto, que abraza todo nuevo invento electrónico y
desecha lo viejo sin mayores consideraciones, trasluce en su intencionado
contraste entre el «viejo libro polvoriento» y el «objeto de
alta tecnología», es decir, apto para la vida contemporánea.
En el fondo, es una frivolidad no ver que lo importante no es el
objeto libro, papiro, tablilla sumeria o pantalla, sino los bienes inmateriales
que proporciona el texto al que lo lee: sabiduría, conocimiento,
diversión, evasión, reflexión, entretenimiento. El autor,
por su parte, se inscribe en el ansia añeja de contar historias, expresar
pensamientos, soñar otros mundos, reflexionar sobre éste...,
anhelos presentes en el ser humano no ya antes de Gutenberg, sino
incluso antes de que se inventara la escritura, porque no están
ligados a la cultura, ni a la tecnología, ni a la democracia, sino a esa
facultad específicamente humana que es el lenguaje.
Kelly nos anuncia la buena nueva de que cuando Google concluya
el gran escaneo «todo estará en tu iPod, la biblioteca de las
bibliotecas paseará en tu bolsillo o en tu monedero», como si lo crucial
fuera poseer los textos, en lugar de leerlos. Me recuerda a cier-
[65]
tos compañeros de estudios que pasaban todo el primer trimestre
abrumados por la presión de tener que leer una treintena de libros
por asignatura y haciendo cábalas sobre cómo acometerían la tarea.
Faltando veinte días para el examen compraban la lista íntegra
de una vez, y así, teniendo ya los libros en los estantes de su casa,
se relajaban de súbito; les bastaba pagar, mirar y tocar los textos
para zafarse del estrés, pese a la evidencia de que les resultaría materialmente
imposible leerlos antes del examen.
Resulta francamente peligroso que la apología del libro electrónico
quede en manos como éstas, insatisfechas con las magníficas
posibilidades que, en efecto, brinda para la investigación y la lectura,
y empeñadas en convertir a la tecnología en artífice de una revolución
autónoma, con voluntad propia. En nada cambiará nuestra
vida llevar el Quijote en el bolsillo si no lo leemos, pero aprovechar
ese Pisuerga para exclamar de paso que tal vez de la iPod nos
enchufen los millones de volúmenes de la biblioteca de Google «al
cerebro mediante cablecitos blancos», como dice Kelly, son ganas
de aumentar el pánico de los tecnófobos, aventando augurios sobre
un hipotético futuro en el que los humanos seremos dominados por
las máquinas. Parece más razonable pensar, puesto que voluntad
sólo tenemos nosotros, que los frutos de la revolución tecnológica
dependerán del uso que se haga de la tecnología. Lo mismo sucede
con los martillos: sirven para colgar un Picasso en un museo y para
matar a golpes a una persona.
La digitalización de textos aporta enormes ventajas para ciertos
tipos de lectura y para determinados análisis de los textos, especialmente
los de tipo lingüístico. El diccionario más original publicado
en los últimos años en cualquier lengua, el Redes dirigido por
Ignacio Bosque, que describe las palabras según su relación con
otras, ha sido posible gracias a la informática. «Cuando empecé a
barruntar el proyecto en que se basa Redes –escribe Bosque en la
introducción– no existían los ordenadores, mucho menos buscado-
[66]
res SQL como los que hoy permiten construir programas de concordancia.
Los datos estaban en los textos, y los textos en el papel;
las observaciones se hacían en fichas y las fichas se guardaban en
cajas, que se indexaban y se almacenaban con otras cajas. Una sola
entrada larga de este diccionario hubiera llevado, sin exagerar
un ápice, varios años de trabajo. Más aún, parece claro que la obra
no habría podido llevarse a cabo nunca».

A Google lo que es de Google

La posibilidad de almacenar cientos de textos proporciona rápidamente
un corpus lingüístico de tales dimensiones que permite
comparar, analizar y estudiar fenómenos hasta ahora prácticamente
inabordables. Esto lo popularizará Google, pero no lo inventa.
En el año 1994 tuve la ocasión de participar como becaria en un
proyecto de digitalización de textos de los siglos de Oro dirigido
por el profesor Eugenio Bustos Gisbert en la Facultad de Filología
de la Universidad Complutense. Consistía simplemente en proveer
de un volumen de material representativo a investigadores interesados
en fenómenos de evolución lingüística para los que resulta
interesante precisar, por ejemplo, cuándo la desinencia del
pretérito imperfecto de indicativo, tras muchas oscilaciones, quedó
fija en -ía.
También los libros de referencia y consulta multiplican su valor
cuando se hacen accesibles a través de internet, como es el caso de
la Enciclopedia Británica o el Diccionario de la Academia, por citar sólo
dos ejemplos (la primera de pago, el segundo gratuito) de instituciones
que no han dudado en digitalizar lo más importante de sus
fondos ya hace años. Si antes había que desplazarse a una biblioteca
o tener un enorme salón donde cupieran todos los volúmenes
de una vastísima obra de referencia, ahora se pueden consultar con
[67]
un clic. También desde casa, y mediante una clave que acredite al
internauta como estudiante de la Universidad de Londres, por citar
un caso, éste puede consultar los fondos de revistas especializadas
de todas sus facultades, algunas de ellas disponibles en las
universidades españolas, otras no.
La digitalización de libros y los buscadores facilitan enormemente,
sin ningún género de dudas, cualquier tarea investigadora.
Ciñéndome a mi experiencia personal, para llevar a cabo la biografía
de Federica Montseny pasé largas horas en la Hemeroteca
Municipal de Madrid leyendo sus artículos en viejos ejemplares de
publicaciones de los años 20 y 30, algo que no cambiaría mucho si
hubiera de hacerlo cuando la biblioteca universal de Google esté
disponible. Sin embargo, también tuve que dedicar tiempo y esfuerzo
a leer muchos libros de autores de la época que en ocasiones
me aportaron datos interesantes para mi trabajo y en otras me
sirvieron de poco porque ni mencionaban a mi biografiada, algo
que hubiera averiguado con un buscador en 30 segundos.
La lectura en formato digital es un gran hallazgo para este tipo
de labores. Pero, como dice Bosque, «precisamente porque las máquinas
nos proporcionan y ordenan con sorprendente velocidad los
datos que les pedimos, debemos dedicar a la tarea de reflexionar
sobre ellos buena parte del tiempo que antes empleábamos en conseguirlos
». En otras palabras, que lo primordial no ocurrirá en la
iPod, sino en nuestro cerebro, como siempre.

¿Y los lectores?

Lo que resulta incomprensible es que para ensalzar las ventajas
del libro electrónico haya que denostar los «viejos libros polvorientos
» que Kelly retrata como antiguallas: proporcionan un placer
muy inmediato y muy real a los que leen un poema en un sillón
[68]
de casa, con el lápiz presto a subrayar una frase mágicamente creada;
o a los que se enfrascan en una novela sentados al sol en una terraza,
mientras se toman el vermú.
La visión del libro de Kelly, netamente despectiva hacia el sujeto
de la lectura, da aún otra vuelta de tuerca cuando asegura que
los libros impresos son estáticos y «permanecen aislados unos de
otros» en las estanterías. Por el contrario, en la arcadia de la biblioteca
universal de Google «ningún libro será una isla», dice para
elogiar el dinamismo de los libros que viajarán por la red. Sin
embargo, el movimiento decisivo de un libro no es esa especie de
ajetreo virtual, sino la influencia de las ideas en él expuestas, las
imágenes creadas, las agitaciones neuronales que desencadena.
Quien diga otra cosa habla de libros sin pensar en quien los lee:
aunque no se mueva de la silla, no hay nada más dinámico que una
persona ante un libro abierto. Lo sabía muy bien Goebbels, doctor
en Filología, que el 10 de mayo de 1933 dio por inaugurada la gran
quema de libros en la Opernplatz de Berlín con frases como «el anterior
pasado perece en las llamas», según relata Fernando Báez en
su excelente Historia de la destrucción de libros. A continuación comenzaron
a arder unos 25.000 ejemplares, entre ellos obras de
Marx y Freud, de las que no se puede decir que no hayan provocado
movimientos...
Precisamente porque los «viejos libros polvorientos» nunca han
sido islas desconectadas unas de otras, sino que a menudo han servido
para poner a la gente en relación, todas las dictaduras han tratado
de establecer lo qué debía ser leído y lo que no, para forjar
ciudadanos más manejables. Y dado que la predicción expuesta
por Heinrich Heine en 1820, «allí donde queman libros, acaban
quemando hombres», se cumplió milimétricamente en el caso del
III Reich, primero con las hogueras y luego con los hornos crematorios,
debería importarnos lo que les ocurra a los libros. Sus avatares
están indisolublemente unidos a los de la especie humana, pe-
[69]
ro no en lo relativo a su formato, sino en el destino que sufran sus
contenidos.
En la medida en que se respete al escritor –el único con autoridad
para establecer la verdad sobre su texto– la biblioteca universal
de Google será una importante herramienta de conocimiento.
John Updike tiene razón al asegurar que fue la revolución de los
libros la que «desde el Renacimiento en adelante enseñó a hombres
y mujeres a valorar y cultivar su individualidad». Kelly, por su parte,
ve como una consecuencia inevitable de la biblioteca de Google
el que los libros acaben despellejados y destazados como conejos,
gracias a los vínculos y las etiquetas de internet que permitirán acceder
directamente a otro texto desde una nota al pie.
Una vez más, este recurso puede resultar muy útil o convertir
la lectura en un caos, en una fragmentación absurda para la que
no hay ninguna razón, salvo la voluntad de los autores de ser fragmentados,
que tampoco es un invento moderno. En 1864, Baudelaire
publicó Le Spleen de Paris. Pequeños poemas en prosa introduciendo
el texto con esta singular dedicatoria: «Mi querido amigo,
le envío un pequeño trabajo del que podría decirse, sin ser injusto,
que no tiene ni pies ni cabeza, ya que por el contrario todo en
él es, alternativa y recíprocamente, pies y cabeza. Le suplico considere
la admirable conveniencia que tal combinación nos ofrece a
todos: a usted, a mí y al lector. Podemos interrumpir, yo mis cavilaciones,
usted el texto, y el lector su lectura, ya que no pretendo
mantener interminablemente la fatigosa voluntad de ninguno de
ellos unida a una trama superflua. Retire uno de los anillos, y otras
dos piezas de esta tortuosa fantasía volverán a encajar sin dificultad.
Recorte varios fragmentos y advertirá que cada uno de ellos
se sostiene por sí mismo. Me atrevo a dedicarle a usted la serpiente
entera con la esperanza de que algunos de sus tramos le gusten
y lo diviertan».

[70]

Realidades fragmentables

Le Spleen de Paris era un texto fragmentario, como lo son muchos
otros, entre ellos los libros de viajes o los de cocina que Kelly cita
como ejemplos de fuentes que permitirán a los lectores de la biblioteca
de Google construir su «estantería» con las mejores recetas
cantonesas o las mejores rutas de parques infantiles, tomadas
de aquí y de allá. Equipara esa construcción de los lectores, de tintes
comunitarios, a la que ya se practica en internet con las canciones,
sin reparar en que muchos textos –quizá la mayoría de los de
pensamiento, todas las novelas y muchos de los de poesía– poseen
una unidad que ni los libros de recetas ni los discos tienen. Lo cual
no significa que no se pueda escribir una gran historia rota sobre
la fragmentación de nuestras vidas en la sociedad actual. Ya lo hizo
magistralmente Calvino en Si una noche de invierno un viajero, sin
necesidad de Google. Pero a nadie se le ocurriría fabricar un libro
con el primer párrafo de Cien años de soledad, el segundo de Madame
Bovary, el tercero de la Critica de la razón pura y así sucesivamente.
Sin embargo, Kelly vaticina un futuro en el que «los libros, incluso
los de ficción, se convertirán en una red de nombres y una comunidad
de ideas».
Las ventajas de acceder a todos los textos –los de bibliotecas lejanas,
los de autores marginales, los descatalogados, los no comerciales–
son grandiosas para cualquiera que ame el libro. Pero parece
improbable que, salvo como divertimento de reminiscencias
dadaístas, alguien que tenga a su disposición ese potencial textual
se vaya a dedicar a formar un gran pastiche literario que se convierta
en «un libro, muy, muy, muy grande: el único libro del mundo
», como augura Kelly. Francamente no le veo el interés, aunque
reconozco que ese patrón de lectura a saltos, inconclusa, dispersa
y siempre interrumpible se adapta como un guante a los requerimientos
de la sociedad líquida, en la que la voluntad de leer tres-
[71]
cientas páginas seguidas empieza a juzgarse como un compromiso
anacrónico.
Con todo, lo que agrava los riesgos de caer atrapado en la red,
en lugar de moverse por ella, no es Google, sino el debilitamiento
del autor como figura intelectual y la nula influencia social que se
le reserva. Para los tecnófilos de última generación, el libro del futuro
vendrá acompañado de una devaluación del contenido, porque
la multiplicidad de copias le hará perder valor económico, y el
cultural o el político no parecen entrar en sus consideraciones. Pero
sobre todo dejará en la indigencia al autor, que es como matar a
las abejas para conseguir miel. Y es una lástima que la crítica de
Updike se dirija sólo contra esa tendencia a ver al autor como «un
anuncio andante y parlante del libro», pues eso está sucediendo ya
gracias a la primacía de los valores mercantiles sobre los culturales
en la industria editorial. Lo verdaderamente preocupante es la pérdida
de autoridad de los intelectuales, la desaparición de su influencia
en la vida pública, pareja al creciente desprecio a las ideas
y la creación. Considerar que todos los discursos son iguales es la
mejor forma de banalizar el debate intelectual. En esa banalización,
las ideas se reducen a chascarrillos, el pensamiento se abarata
hasta convertirse en cháchara de taberna y la complejidad se detesta
porque no es divertida. A este proceso lo llaman democratización,
aunque resulta evidentemente ventajoso para quienes ostentan
el poder no encontrar enfrente discursos sólidos, articulados,
coherentes y con prestigio. Si, como dijo Goethe, bajo una luz
excesiva no se distingue nada, en la apoteosis del ruido no se oirá
a nadie.
I. L.
[72]

Copyright Revista de Occidente, 2007
http://www.ortegaygasset.edu/revistadeoccidente/articulos/(308)Irene_Lozano.pdf

Comments

Pablito said…
Estoy con ud cuando menciona la importancia del libro fisico, con su lomo y ese crujir cuando se lo abre. Sigue siendo un fetiche importante el objeto en si a la hora de leer.
Lo q no entiendo es tanto negativismo en cuanto a su digitalizacion. Libros q no puedo encontrar aqui, ahora los puedo leer en mi pantalla, en su texto frances o ingles original cuyas versiones en papel varios kilometros.
En cuanto a lo de la alfabetizacion mundial estamos de acuerdo, pero no me parece q sea esta la tarea de google.
Lo de matar a los autores de hambre no me lo termino de creer. El modelo de la cultura como negocio cambia, pero no muere. Creo q es exactamente lo contrario. Me pregunto cuantos libros no han sido editados pero podrian aportarme algo. Y si no fueron editados no podria leerlos, correcto?
Por ejemplo, estoy leyendo su blog cosa q no podria tener un equivalente fisico a mi alcance. En forma de revista? creo q no podria conseguirla en paraguay. Mucho menos me seria tan sencillo expresar mi desacuerdo con algunas de sus ideas. Aunq aun asi, respeto su analisis y agradezco q me informe de cosas q no conocia. Serapeion por ejemplo, aunq si conocia la historia (algo) del Museion :)
Y no creo q google este pretendiendo ocupar el cargo de Calímaco. Van a realizar tareas distintas. Calímaco ordenaba segun sus conocimientos. Google indexaria todo el contenido del libro (en algunos casos). No necesitaria un Calímaco q me diga sobre q versa el libro q busco. Tampoco me parece q sirva solo como una ayuda de investigacion. Muchos libros tengo en lista por leer y sobre algunos mas quisiera saber. Buscando un tema (filosofia, historia, novelas) podria ahora simplemente encontrar cualquier tema relacionado.
Una gran ayuda de momento me parece www.dejaboo.net, q no podria tener un equivalente fisico. Al menos yo no imagino como.
Lo q si me parece peligroso es q nos abrume la cantidad de informacion disponible. Sera dificil distinguir la basura del oro. Aqui tal vez necesitaria a Calímaco para realizar esta tarea por mi.

Muchas gracias por su aporte a mi persona.
Respetuosamente Pablo Castillo
Anonymous said…
Tenia tiempo que no revisaba
este blog, pero ha mejorado
mucho, y el texto sobre el
libro me ha permitido
entender bastantes asuntos.
Ya he conseguido la historia de Báez, el libro parecia
bueno y ha resultado mejor
de lo que esperaba, aunque me ha costado
encontrarlo.
Hector
Madrid
Anonymous said…
Buenas amigos, les comento actualmente stoy realizando mi tesis de grado en este tema: La divulgación literaria en tiempos de la Galaxia Internet y creanme, desde un inicio me ha parecido que el gran problema reside en que tanto los que han desarrollado el proyecto Google, como sus similares, lo han hecho empeñados en atacar algo, aportando sólo "soluciones" sobre lo que consideran son los espacios vacíos de la cultura impresa, que los tiene. Y en eso, todos, seguramente, tendremos nuestro punto de resistencia ante los cambios que plantean, dado que no vienen sino a pretender erradicar una tradición que no es gratuita, ni recientemente instaurada, pero todos estos tecnologos, creen que el mundo funciona exclusivamente a ese ritmo que ellos imponen: velocidad, esa es su palabra fetiche. Hay grandes beneficios en la digitalización de textos, en la publicación en-línea, etc. Pero otra cosa es ese empeño de atacar la cultura impresa a como de lugar, es como cuando alguien corteja a una chica hablando mal del otro en vez de hablar bien de si mismo.
Desde Caracas, un saludo a todos, en especial a Fernando, mi amigo. Iván Niño

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